“No pasa nada”, resume Cristina Arias. Luce un poco alarmada y un poco aburrida, atrincherada tras la caja registradora. “Por lo general, a esta hora el trencito ya salió. Imaginate: tiene 80 lugares y vamos vendiendo cinco boletos”, explica. Si el parque 9 de Julio es el corazón de la ciudad, durante la tarde del domingo de elecciones late en cámara lenta. Brilla un sol otoñal que bien podría ser de primavera. Las manzanas caramelizadas languidecen y el algodón parece condenado a irse a dormir prisionero del celofán. “Trabajamos de 14 a 21. Pero mirá: son las cuatro y no hay nadie”, apunta Cristina. La calesita de dos pisos, una maravilla propia del carnaval veneciano, extraña el trepidar de sus habituales pasajeros. “Es que votar fue un problema -analiza Cristina-. Yo me demoré un montón. Hasta el chico que venía a reemplazar al sereno llegó tardísimo a la mañana”.
El pulso se acelera en torno a las escuelas. El resto de la capital y del conurbano experimenta un fenómeno de hipotensión. Veamos el parque, un hormiguero del que desaparecieron las hormigas: la casa del Obispo Colombres, cerrada; la Casa de la Cultura, cerrada; Lawn Tennis y Los Tarcos, con apenas un puñado de autos en la puerta. Nadie trota por la pérgola, no hay caricias en el rosedal. ¿Dónde está la muchedumbre que domingo a domingo copa el paseo? “Se demoraron votando. No van a venir”, susurra José Jorge -no es broma el nombre-. Sus volantines (¿qué diferencia hay con los barriletes? ¿O las cometas?) no levantan vuelo. No hay clientes.
De todos modos, cada laburante le pone el pecho a la adversidad. Celeste cuida la pila de bollos, tortillas al rescoldo y rosquetes en la esquina de Gobernador del Campo y Coronel Suárez. Se detiene una Kangoo blanca y baja doña Estela Fernández. “¿Tenés empanadas?”, le pregunta. ¿Empanadas? ¿Cerca de las cuatro de la tarde? “Espere y le confirmo”, dice Celeste mientras saca el celular. Una voz le avisa: quedan de carne y de pollo. “Vaya al puesto que está frente a la Refinor, en La Garsa. Hay una docena para usted”, le avisa. Estela respira aliviada. ¿Su historia? Votó en la escuela ubicada en la zona del matadero y tardó una eternidad. Celeste levanta el pulgar, aunque sabe que el domingo será cuesta arriba. “No estamos vendiendo nada”, rezonga.
“Me voy en un rato”
La rotonda de Coronel Suárez y Benjamín Aráoz se convirtió en un estacionamiento exprés. Al frente está la escuela Bernabé Aráoz (todo queda entre Aráoz en esta zona) y es un enjambre de votantes. Tantos autos cruzados aquí y allá simulan un caos. Nada que ver con la quietud absoluta que rodea a lo que queda del Palacio de los Deportes y al antiguo autódromo, donde no flota ni una mosca. En las canchas de fútbol el vacío es absoluto. Al “Negro” Fontanarrosa se le ocurrirían mil figuras frente a esa colección de arcos desguarnecidos y mediocampos desiertos, impropios de la tarde dominguera. Por las calzadas, los aerobistas -runners dicen hoy en día- circulan en cuentagotas. Una lástima, era una siesta maravillosa para correr.
“Mire qué bonitos que son. Si quiere puede ponerle luces”, invita Gustavo Frías. Entonces levanta un adorno hecho de vidrio, relleno de piedritas relucientes. Los más grandes cuestan $ 100 y tienen espejos en los lados. Los más chicos valen $ 50. A todos los corona una flor. Gustavo es vidriero de profesión y cada domingo se acomoda a la vera del lago San Miguel con sus artesanías. “Por lo general vendo bien, pero hoy no pasa nada. Me voy dentro de un rato”, anuncia.
Las botellas y las bolsas de plástico navegan al compás de la brisa por la superficie del lago. Entre el agua verdosa y los islotes de musgo la vida se abre camino con forma de mojarritas. Pero no hay un ejército de chicos armados con cañitas ($ 50 las más largas, $ 40 las demás); este domingo los pescadores son poquitos. Los achilateros miran el lago con la decepción bien dibujada en el ceño y un vendedor de gelatinas, acomodadas sobre una bandejita y con las cucharitas apuntando al cielo, confiesa que en dos horas no le compraron nada. Ni siquiera está dispuesto a revelar cómo se llama.
Víctor y Graciela comparten un helado. Ella es de Mendoza y reniega por culpa del paisaje. “No se puede creer lo sucios que son los tucumanos. Allá todo está limpio, reluciente -dice Graciela-. Este es un problema cultural”. “Sí, es cultural”, subraya Víctor, que votó en Yerba Buena y cruzó la ciudad para almozar cerca del parque. Víctor está indignado por el aparato político que vio durante la mañana -punteros, movilización- y lo denuncia. Su pesimismo hace juego con la melancolía del atardecer.
Poca suerte y colesterol
“¡Casi te llevás los 200!”, exclama Mauro García. Su cliente lo mira sin ganas de reirse. El juego es así: por 50 pesos hay tres tiros con un palito que gira sobre una batería de premios. Como las antiguas ruletas de kermesse, pero casera y acostada. El palito es caprichoso y no es fácil acertarle al casillero de los $ 200. Tampoco a las marcas en amarillo que equivalen a llevarse una camiseta de Atlético. No es de las oficiales, pero cuelga reluciente. “Las elecciones nos mataron -apunta Mauro-. Son más de las cinco y casi no hubo movimiento. Y cuando se pone el sol hace frío y la gente se va”. ¿Y a quién votaste? “Gane el que gane vamos a estar igual, así que...”
Cada domingo, la avenida Ramón Paz Posse regala una humareda de choripanes, hamburguesas, milas, papas fritas y matambre al verdeo. Una oda al colesterol sin control bromatológico que ayer se quedó flaca de comensales. Cerca, un inflable de Bob Esponja aguarda piecitos que le hagan algo de cosquillas. Pero sólo Patricio lo acompaña. Cinco avioncitos giran y sólo uno encontró un piloto. “A $ 30 la vuelta”, desliza la encargada. Si una de las avenidas principales del parque, esa que nace en la rotonda de Soldati y Benjamín Aráoz, perdió el flujo habitual de visitantes, ¿qué le queda al resto? Por lo menos hay un par de voces que no se quejan. Daniel (encargado del bar Juana) y Antonio (del clásico Americano) sostienen que el movimiento fue el de siempre, tanto a la hora del almuerzo como entre los “cafeteros”.
Fin de fiesta
“Todavía no voté”, advierte Héctor, el chofer. Así que es tiempo de enfilar por la avenida Wenceslao Posse rumbo a la escuela Nuestra Señora del Rosario de Nueva Pompeya. Los gendarmes pasean por los patios, guarecidos por los tinglados. Y es en ese instante cuando suena un timbre imaginario y lo bucólico, casi pastoril, de una tarde de sol en el parque se diluye ante la realidad. “La droga te mata”, les grita un mural a los niños de esa escuela primaria, en la zona del Mercofrut. Hoy no hay clases; ajena a las elecciones, mañana la vida sigue.